Mikonos, un viaje en la historia
En esta isla griega se puede pasear por un auténtico laberinto de históricas callejuelas y hasta tener un nostálgico encuentro con un viejo motocarro.
© JM Noticias
Para disfrutar de Mykonos, la isla más conocida del Egeo, hay que llegar hasta ella en barco, pero si es un velero mucho mejor. Y es que para empezar a respirar la peculiar atmósfera de Mykonos es casi obligado navegar por las claras aguas azules que la rodean, que reflejan entre destellos de luz todos los colores de los rocosos fondos marinos.
Es un ambiente donde predomina un silencio agradable que incita al relax y te aleja del ruido de las grandes urbes. Y si en los años 60 los hippies adoptaron Ibiza como el paraíso ideal para su forma de vida, diez años después, en los 70, los griegos descubrieron en Mykonos un edén de paz y mucha tranquilidad donde pasar sus vacaciones.
Siglos atrás, Mykonos era un hervidero de gente. La isla era de paso obligado para los peregrinos que se dirigían a Delos, un pequeño islote a menos media hora de navegación, donde se encuentra el que fuera el gran templo de Apolo.
Según la mitología griega, Leto parió ahí, en Delos, a los gemelos Artemis, diosa de la Luna, y Apolo, dios del sol. Sin embargo, hoy día son los turistas los que han sustituido a los devotos de la antigüedad.
Desde el puerto de Mykonos zarpan los pequeños ferries de quilla plana, siempre repletos de gentes procedentes de casi todos los rincones del mundo que vienen aquí deseosas de ver y estar un lugar donde hoy día, sólo se conservan los restos ruinosos de una civilización ya desaparecida. Tal vez, en el futuro, otras gentes visitarán así los vestigios que puedan quedar de la nuestra, si es que algún día queda algo.
Y aunque se pueda llegar a pensar que Mykonos es sólo un ruidoso lugar de tránsito, lo cierto es que apenas se oye nada. En el muelle, «Petrus», el pelicano y mascota de la isla, camina pesaroso mientras se deja fotografiar, aunque sólo se digna moverse si le ofrecen un pescado.
Las estrechas calles de Mykonos, libres de tráfico por necesidad ya que en ellas apenas caben dos personas una a lado de la otra, forman un intrincado laberinto de pasajes donde, con un poco de fantasía, se puede llegar a imaginar que a la vuelta de cualquier esquina podría aparecer el famoso Minotauro, aunque en realidad ésta no sea su isla.
Casas blancas que parecen miniaturas de juguete con sus ventanales de madera pintados de colores vivos, forman un silencioso pasillo al caminante.
Con un poco de suerte, el único vehículo que se podrá ver pasar por estos estrechos callejones es un antiguo motocarro. Naturalmente lo conducirá un hombre mientras su esposa, sentada de espaldas a él, mira a los turistas desde la plataforma trasera. También se puede ver esa típica anciana embuchada en su clásico vestido negro, que va prácticamente colgada al lado del conductor. Una imagen de película de los años 50 que, aunque sólo por la nostalgia que produce verlo, hasta merece la pena ir hasta allí y esperar.