El último vikingo
El primer ministro danés Anders Fogh Rasmussen ha dado al mundo una lección de valentía en defensa de la libertad.
© Miguel Mielgo – JM Noticias
La fisonomía de Anders Fogh Rasmussen se parece más a la de un hombre de la España rural y profunda que a la del típico alto y rubio nórdico. De pelo negro, mandíbula ancha y permanente sombra de barba recién afeitada, el primer ministro danés tiene unos ojos de expresión sonriente, como los de un niño sorprendido por un regalo, que le dan un inevitable aire infantil aunque a veces se vea temeroso.
Sin embargo, y aunque ante los ojos de muchos pudiera parecer una presa fácil de engañar, en su interior se esconde un hombre de principios, voluntad férrea e ideas claras, que lidera con firmeza y habilidad un Gobierno de coalición liberal conservadora en un país donde las tendencias políticas de sus pocos más de cinco millones de habitantes siempre han estado divididas en un amplio espectro de ideologías, donde todos caben y ninguno se queda fuera.
Hace unas semanas, la galerna de las caricaturas del profeta le estalló en la cara. Él no tenía nada que ver con el asunto, pero los imanes daneses, acostumbrados a aprovecharse de las debilidades de los socialdemócratas, que por no tener conflictos y en aras de la tolerancia siempre han cedido a sus exigencias, se encontraron con la firme negativa del jefe del ejecutivo danés a pedir perdón por algo que él no había hecho.
De la noche a la mañana, Dinamarca, el reino de las 500 islas que no todo el mundo sabe donde emplazar en un mapa, se convirtió en el ojo del huracán de las protestas musulmanas. Para Anders Fogh Rasmussen ya no se trataba de defender una postura política local. El asunto se convirtió en un pulso en toda regla entre dos civilizaciones y, a él le había tocado, sin querer, el papel de ser el que ponía el brazo occidental en la confrontación.
Como buen «jyde» (originario de Jutlandia, la zona peninsular de Dinamarca), Rasmussen nunca ha estado dispuesto a dar su brazo a torcer y, mucho menos, ser amedrentado por amenazas. Sin perder los nervios ni la compostura, Rasmussen demostró al mundo la firmeza, a veces tozudez, que tanto caracteriza a los daneses de esta zona del país. Dinamarca estaba siendo atacada y esto unió aún más a los habitantes y políticos de este pequeño país que, con algunas excepciones, naturalmente de la izquierda, apoyaron en piña y sin aspavientos la postura tomada por su primer ministro.
Anders Fogh Rasmussen no tiene el carisma de Uffe Elleman Jensen, su antecesor al frente del partido liberal danés «Venstre» que, aunque el vocablo significa «izquierda», no tienen nada que ver con la ideología. Rasmussen tampoco tiene la oratoria de Tony Blair, ni la prepotencia de Chirac, ni la mano izquierda de Merkel, ni mucho menos el talante flácido de la sonrisa de Zapatero. Pero Rasmussen sí tiene el coraje y la valentía para enfrentarse a la difícil situación y resistir un asedio donde, políticamente, hacía ya tiempo que otros habrían claudicado.
Rasmussen es un hombre de principios, liberal hasta la médula, que defiende a capa y espada la democracia y la libertad que generaciones de sus antepasados lucharon por conseguir y mantener hasta nuestros días. Hijo de un propietario rural, terminó el bachillerato en la escuela de Viborg (Jutlandia) en 1972 con el especial de idiomas y estudios sociales. Seis años después se licenciaba en Economía en la Universidad de Aarhus, también en Jutlandia.
En su autobiografía, Rasmussen cuenta una pasaje de su adolescencia que, según el mismo dice, nunca ha podido olvidar. «Cuando iba a empezar a estudiar el bachillerato mi padre me soltó uno de esos instructivos discursos paternos. Me dijo claramente que no creyera que yo era algo especial porque iba a estudiar en un instituto y, que si ahora podía tener estudios gratuitos era porque otros, con sus manos, habían trabajado duramente para crear los valores que hacían posible que una gran parte de mi generación pudiera tener estudios»
Tras la avalancha de violencia y protestas del mundo musulmán que cayeron sobre Dinamarca, los líderes de la UE no supieron reaccionar. Los que lo hicieron fue a base de unas tibias declaraciones que mostraban su miedo y, aún más, la desunión y debilidad existentes en el mundo occidental. Rasmussen se sintió solo, pero se mantuvo firme sin ceder a las exigencias de los musulmanes, ya que hacerlo sin tener culpa de nada, sería el principio del fin de la civilización, de la cultura y de los valores de occidente. Rasmussen demostró al mundo que él es lo que los daneses llaman «en ægte mandfolk», algo así como: «un tío con dos cojones».